ENTRE LÍNEAS



ALICE MUNRO, PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2013
(Ontario, 1931)

     Conocida como la "Chéjov canadiense" la escritora es una de las grandes de la literatura actual. Y es que Alice Munro se ha ganado su fama literaria a lo largo de 60 años de carrera como escritora de cuentos. Su grandeza reside en saber plasmar con igual intensidad en 30 páginas lo que un novelista dice en 300 y todo ello con la sencillez, claridad y precisión de los grandes maestros.
     Su vida no ha sido fácil. Creció en una pequeña granja con una madre enferma de párkinson y en un ambiente poco interesado por la literatura. Estudió en la universidad gracias a una beca, se casó muy joven con un compañero de estudios y tuvo tres hijas. Empezó a escribir durante las siestas de sus hijas y durante años ha compaginado su labor creativa con sus obligaciones de ama de casa y madre. Su obra no es muy extensa, apenas 14 colecciones de cuentos de una extensión entre las 30 y 40 páginas, pero la profundidad y complejidad de sus historias, la tremenda modernidad de sus personajes, sobre todo los femeninos y su deslumbrante prosa hacen de esta abuela de sonrisa franca una escritora que merece la pena descubrir.
     Algunos de sus libros son : La vida de las mujeres (1971), El progreso del amor (1986), El amor de una mujer generosa (1998), Escapada (2004), Demasiada felicidad (2010) y su último libro con toques autobiográficos, Mi vida querida (2012).




Para que os animéis a leerla, ahí van un par de fragmentos de su último libro Mi vida querida:


Amundsen
Me senté a esperar en el banco del andén. Cuando el tren llegó la estación estaba abierta, pero ahora ya la habían cerrado. Una mujer sentada en la otra punta del banco sujetaba entre las rodillas una bolsa de malla llena de paquetes envueltos en papel pringado de grasa. Carne, carne cruda. Se olía de lejos.
Al otro lado de las vías esperaba el tren, vacío.
No aparecieron más pasajeros, y al cabo de un rato el jefe de estación sacó la cabeza y gritó: «Sanatorio». Al principio no le entendí bien, pensé que llamaba a alguien, porque otro hombre con uniforme salió por el lado opuesto del edificio. Cruzó las vías y se montó en el vagón. La mujer  que  llevaba  los  paquetes  se levantó y lo siguió, así que hice lo mismo. Se oyeron unos gritos al otro lado de la calle en el momento en que se abrían las puertas de una edificación chata con tejas de madera oscura, y varios hombres salieron en tropel, encasquetándose las gorras mientras las fiambreras  metálicas del almuerzo les chocaban  contra  el  muslo. Por el jaleo que armaban cabía imaginar que el tranvía saliera en cualquier momento, dejándolos allí. Sin embargo, cuando se acomodaron en el vagón el tren siguió inmóvil mientras contaban cuántos eran y le decían al conductor que aún no podía irse,  que  faltaba  alguien. Entonces  uno se acordó de que el compañero al que esperaban tenía el día libre. El tranvía se puso en marcha, aunque  no  quedó  claro  si el conductor  había prestado atención a lo que le decían, o siquiera le importaba.
Todos los hombres bajaron en un aserradero  en medio del bosque, un trayecto que no le habría llevado más de diez minutos a pie, y poco después el lago apareció ante nuestros ojos, cubierto de nieve. Enfrente, un edificio blanco apaisado de madera. La mujer puso en orden los paquetes  de la carne  y se levantó, y yo la seguí. El maquinista volvió a gritar «Sanatorio» y se abrieron las puertas. Un par de mujeres esperaban para subir. Saludaron a la mujer de la carne y ella comentó que hacía un día crudo.
Todos me evitaron con la mirada cuando me apeé detrás de la mujer de la carne.
Por lo visto no había que esperar a nadie en aquella última parada, porque las puertas se cerraron   de  golpe  y el tren empezó a retroceder.
Entonces se hizo el silencio, el aire parecía de hielo.  Abedules  de  aspecto quebradizo con marcas negras en la corteza blanca, y unos arbustos silvestres de hoja perenne encogidos como osos adormilados. El borde  del lago  no  era liso, el hielo  formaba pequeñas crestas irregulares, como si las olas se hubieran congelado en el instante de romper en la orilla. Y a lo lejos el edificio, con premeditadas hileras de ventanas y porches acristalados a ambos extremos. Todo austero y nórdico, un paisaje en blanco y negro bajo la alta cúpula de nubes.
De  cerca, la corteza  de abedul  no era negra, después de todo. Ocre ceniciento, azul ceniciento, gris ceniza.
La quietud y la inmensidad de un hechizo.


Vida querida (recuerdos de la autora)
Vivía de pequeña, al final de un camino largo, o que a mí me parecía largo. Al volver a casa de la escuela, y más tarde del instituto, dejaba atrás el pueblo de verdad, con su trajín y sus aceras y las farolas para cuando oscurecía. Marcaban el final del pueblo dos puentes sobre el río Maitland: uno estrecho de acero, donde a veces los coches no se ponían de acuerdo sobre quién debía ceder el paso, y una pasarela de madera en la que de vez en cuando faltaba un tablón, con lo que al fondo se veían las aguas brillantes, presurosas. A mí me gustaba mirarlas, pero con el tiempo siempre venía alguien a reponer el tablón. 




JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD 
(Jerez de la Frontera, 1926)


     Nuestro último Premio Cervantes 2012 es un destacado poeta, novelista y ensayista. Cursó estudios de Filosofía y Letras en las universidades de Madrid y Sevilla, para después trasladarse a Colombia donde enseñó Literatura Española, combinando su labor literaria con la docencia.
     Como poeta perteneció a la conocida Generación del 50 junto con Blas de Otero, Ángel González, José Ángel Valente, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma... Algunas de sus obras más importantes son Las adivinaciones (1952), Vivir para contarlo (antología, 1969) y su última obra, Entreguerras (autobiografía en verso, 2012).
     Como novelista, su producción es escasa aunque significativa en lo que a narrativa social se refiere. Destacan Dos días de septiembre, que ganó el Premio Biblioteca Breve de Novela en 1961, Ágata ojo de gato, con la que ganó el Premio Barral y de la Crítica, Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981), Premio Ateneo de Sevilla, y En la casa del padre (1988). 
     Ha recibido numerosos premios a lo largo de su carrera pero el reconocimiento definitivo le llegó en 2006 con el Premio Nacional de Poesía (Ministerio de Cultura) por su obra Manual de infractores, poemario que el autor califica como "apología de la desobediencia". Mañana, 23 de abril, recibe en Alcalá de Henares el Premio Cervantes 2012.





     Y ahora un par de poemas para abrir boca:


ESPERA

Y tú me dices
que tienes los pechos rendidos de esperarme,
que te duelen los ojos de estar siempre vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de tus manos
de palpar esta ausencia por el aire,
que olvidas el tamaño caliente de mi boca.
Y tú me lo dices que sabes
que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre,
de lastimar mis labios con la sed de tenerte,
de darle a mi memoria, registrándola a ciegas,
una nueva manera de rescatarte en vano
desde la soledad en la que tú me gritas
que sigues esperándome.
Y tú me lo dices que estás tan hecha
a esta deshabitada cerrazón de la carne
que apenas si tu sombra se delata,
que apenas si eres cierta
en la oscuridad que la distancia pone
entre tu cuerpo y el mío.                ( Las adivinaciones )


SUMMA VITAE

De todo lo que amé en días inconstantes

ya sólo van quedando
rastros,
marañas,
conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los barrizales suntuosos del Éufrates,
un arcaico crepúsculo en las Islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn`Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana,
aquél café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio...
Cosas así de simples y soberbias.
Pero de todo eso
¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?
Nada sino una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.      (Summa Vitae)





JULIO CORTÁZAR (1914-1984)

     Se le considera uno de los autores más innovadores y originales de todos los tiempos y un maestro del relato corto. También escribió importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en el mundo hispano, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que transitan en la frontera entre lo real y lo fantástico. Vivió casi toda su vida en Argentina y buena parte en París, ciudad en la que se estableció en 1951, en la que ambientó algunas de sus obras, y donde finalmente murió. Algunos de los títulos más conocidos de sus obras son:
Bestiario  (1951)
El final del juego (1956)
Historias de cronopios y famas (1962)
Rayuela (1963)

Y ahora un par de sus cuentos más interesantes:

CAMELLO DECLARADO INDESEABLE

   Aceptan todas las solicitudes de paso de frontera, pero Guk, camello, inesperadamente declarado indeseable. Acude Guk a la central de policía donde le dicen nada que hacer, vuélvete a tu oasis, declarado indeseable inútil tramitar solicitud. Tristeza de Guk, retorno a las tierras de infancia. Y los camellos de familia, y los amigos, rodeándolo y qué te pasa, y no es posible, por qué precisamente tú. Entonces una delegación al Ministerio de Tránsito a apelar por Guk, con escándalo de funcionarios de carrera: esto no se ha visto jamás, ustedes se vuelven inmediatamente al oasis, se hará un sumario.
    Guk en el oasis come pasto un día, pasto otro día. Todos los camellos han pasado la frontera, Guk sigue esperando. Así se van el verano, el otoño. Luego Guk de vuelta a la ciudad, parado en una plaza vacía. Muy fotografiado por turistas, contestando reportajes. Vago prestigio de Guk en la plaza. Aprovechando busca salir, en la puerta todo cambia: declarado indeseable. Guk baja la cabeza, busca los ralos pastitos de la plaza. Un día lo llaman por el altavoz y entra feliz en la central. Allí es declarado indeseable. Guk vuelve al oasis y se acuesta. Come un poco de pasto, y después apoya el hocico en la arena. Va cerrando los ojos mientras se pone el sol. De su nariz brota una burbuja que dura un segundo mas que él.

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

   Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.